Mandela o los héroes/heroinas que no debieron existir

No voy a escribir la típica nota laudatoria y oportunista, ni a enumerar las frases célebres de Nelson, ni a recordar su estancia en prisión y su lucha contra el apartheid, terrible palabra que sólo sirvió para discriminar y separar durante tantos años. No, hoy no me sumo al rasgamiento colectivo de vestiduras sobre el futuro de Sudáfrica sin su líder espiritual y moral, ni enumero detalladamente las profundas diferencias que aún existen en aquel país y en el continente africano en general.

Nada de eso. Hoy veo que después de la noticia de la muerte del expresidente, los diarios y las noticias simplemente han cambiado ya el chip y hablan del sorteo del mundial (!), porque como decia Hector Lavoe, lo demás son “periódicos de ayer”, y más que indignarme, simplemente entiendo que es la naturaleza humana: ávida de emociones, sensaciones e insaciable, pero esto es otro tema aparte.

Lo que me impulsa a escribir hoy es precisamente la “excepcionalidad” del personaje, el que lo elogiemos por una lucha que debió y debe ser absurda, por la injusticia contra él que no debió existir, por esos veintitantos años de cárcel injustificada, por defender la tierra de sus antepasados ante un invasor al que no le importaban nada más que sus propios intereses, por algo lógico a todas luces que simplemente aceptamos como extraño.

La norma deberían ser los Mandelas o los Bikos o todos/as ellos/as, por no extenderme ni salirme del contexto, la norma debería ser la paz social, la abundancia para todos y todas, el respeto y la tolerancia dentro de la diferencia que caracteriza a los seres humanos, sin querer uniformizar ni imponer, el acceso universal y gratuito a servicios básicos como la educación, la alimentación, el agua, la sanidad y la seguridad de calidad, el que el pueblo no tenga que levantarse en armas o protestas para reclamar justicia por la avaricia o indiferencia de sus gobernantes, sean quienes sean. Esa debería ser la norma y no la excepción, que estos y estas luchadores/as fueran líderes del cambio en lugar de mártires por causas absurdas que nunca debieron existir.

Hoy no quiero recordar a Mandela por lo que hizo, sino reflexionar por qué tuvo que hacerlo y desear y trabajar fervientemente cada día por que el cambio se produzca y estos episodios y personajes pasen a ser simplemente curiosidades históricas sin importancia, por el bienestar en el que podemos y debemos vivir.

The Golden Bra

Esta tarde estuve almorzando en un centro comercial cercano y mientras comía, me llamó la atención una mujer joven que estaba sentada con una amiga en una mesa contígua. No era una persona común, ya que su rostro, facciones y color de piel eran diferentes a las del resto de las mujeres del lugar, así como su estatura, bastante mayor a la media del país. Comprobé que no era extranjera porque pude escuchar su acento al hablar con su acompañante. Sin embargo, el detalle que más me llamó la atención fue el tirante de su sujetador o brassier (que era claramente visible al llevar puesta una camisa de cuello amplio) que era dorado. Pensé en ese momento que hacia juego con su color de piel (bronceado o moreno) y reflexioné sobre los convencionalismos a los que nos vemos sujetos y sujetas todo el tiempo sin saber muy bien por qué.  La presión social es una fuerza sutil pero altamente poderosa que modela nuestro comportamiento sin que apenas nos demos cuenta.

“Por qué más mujeres no llevan este tipo de prendas?”, me pregunté. Y no es una cuestión de moda ni mucho menos, sino de ciertos patrones que aceptan o no determinados colores, texturas y diseños según la ropa y las personas que los usan. Recordé a las yamanba o mujeres casi todas japonesas que tiñen su cabello de colores brillantes y su piel de tonos muy oscuros, asociadas (aunque no siempre) con la prostitución para comprar ropa y accesorios de lujo, e incluso una anécdota más cercana con una compañera universitaria que conocí hace años que me decía que su pareja no le permitía usar ropa interior negra (así a ella le gustara) “porque eso es lo que usan las putas”, según sus palabras. De donde sacó esa idea? No lo sabremos nunca. En Colombia hay una expresión popular que denomina a las mujeres que eligen escotes o faldas cortas cuando se visten. Se les denomina “mostronas”, por aquello de “mostrar más de la cuenta”, según algunos/as.

Los hombres tampoco nos salvamos. Un ejemplo es el comediante Primo Rojas, que prefiere para su vestuario las faldas y las blusas amplias de colores vivos, lo que le acarrea todo tipo de burlas, mofas y hasta ofensas cuando va por la calle. De cuando acá los hombres debemos usar pantalón y las mujeres falda? Que pasaría si decidimos cambiar y probar algo diferente? Hasta donde la sociedad nos lo permite y sobre todo, hasta cuando dejaremos la vergüenza de lado y evitaremos que el grupo dicte los patrones por los cuales nos debemos regir en todos los aspectos?

Para terminar, dejo aquí un documento visual que si bien puede parecer gracioso, ilustra perfectamente cómo nos vemos inmersos e inmersas en ciertas conductas sin querer o “por quedar bien con el grupo”…

https://www.youtube.com/watch?v=BgRoiTWkBHU

Prioridades

Esta semana tuve la oportunidad de conversar con una persona que ha sido y es muy importante para mi, sobre todo en el tema laboral, y compartió con quienes le estábamos escuchando la siguiente historia:

Durante la búsqueda de un/a candidato/a para un puesto de trabajo y después de revisar muchísimos CVs, finalmente apareció la persona al parecer ideal para ocuparlo: cualificaciones académicas excelentes, recomendaciones de un sinfin de personas que habían trabajado con él, amplia experiencia en el campo sobre el cual se desempeñaría el trabajo, buena presencia física, un profundo conocimiento del mercado local… En fin: casi que hecho a medida.

Al finalizar la entrevista que podría definir si se le contrataba o no, se le preguntó si tenía alguna duda o si quería formular alguna consulta sobre el trabajo, condiciones y demás, a lo que respondió que si, que tenía una petición que hacer.

– “Y cual es esa petición?”, preguntó el posible empleador.

– “Es sencillo”, contestó él, “simplemente quiero comentarles que deseo trabajar sólo a media jornada, con la consiguiente reducción de salario que ello implica.”

– “Imposible!”, contestó el empleador, “Este trabajo requiere de dedicación completa dada su complejidad”.

-“Entonces lamentablemente tendré que declinar la oferta”, dijo él.

El empleador, visiblemente sorprendido, le preguntó cual era la razón para tal decisión.

– “Es sencillo”, contestó, “Las otras 20 horas las dedico a practicar Yoga. Y si se pregunta por qué, la respuesta es aún más fácil: el Yoga me brinda estabilidad física, buena salud, tranquilidad mental y espiritual, buena calidad de sueño, buen humor y me permite saber quien soy. Por estas razones, no voy a renunciar a algo que es tan positivo en mi vida por una cantidad de dinero y tiempo”. Y dicho esto, se levantó y despidiéndose con cortesía, abandonó la sala de reuniones.

La primera reacción que puede desencadenar el leer esta historia es la de asombro, es decir: “Qué idiota! Dejar pasar oportunidad como esa sólo por el yoga?”Es lo que solemos escuchar cuando se la contamos a algún/a desprevenido/a interlocutor/a para pasar el rato. Sin embargo, si indagamos un poco más, la coherencia de esta persona y su lealtad consigo misma es para, como mínimo, quitarse el sombrero y reflexionar sobre nuestras propias actitudes hacia la vida.

Cuantas veces nos hemos “traicionado” a nosotros/a mismos/as por resolver un problema puntual o satisfacer una necesidad pasajera? Cuantas veces hemos renunciado a nuestros principios por dinero o algún beneficio similar? Cuantas veces hemos sacrificado nuestra salud y tiempo personal para “cumplir” con algo que al final no resulta ser tan relevante?

Ciertamente, el “pensar, decir y hacer lo mismo” no resulta nada fácil en nuestra vida diaria, sin embargo, historias como esta me hacen pensar que de alguna manera es posible si nos aplicamos de verdad para conseguirlo…

Dispersiones

Es curioso lo que ocurre cuando me doy cuenta de lo que hago. Al acabar de leer la frase anterior, se puede pensar “pero, no nos damos cuenta de lo que estamos haciendo acaso?” Parece que no. El poder dejar la corriente contínua de actividades y pensamientos hace que pueda ver con algo más de claridad que muchas de las acciones que llenan mi tiempo son una simple sucesión de hechos inconexos, y que al volver a la verdadera motivación que me impulsa, me percato de su futilidad y muchas veces, de su falta de sentido. Afortunadamente, ahora lo puedo ver, aunque no con la frecuencia que me gustaría. Pero bueno, vamos poco a poco, paso a paso. Al menos puedo saber cuando me estoy desviando así no me de cuenta en el preciso instante en que esto ocurre.

Finales

Mañana cumplo un año de haber regresado al punto de partida primigenio, de redescubrir una gran cantidad de cosas casi olvidadas, de revivir momentos y sensaciones que estuvieron esperando pacientemente su momento para salir nuevamente a la luz y manifestarse y también de encontrarme nuevamente con fantasmas grandes y pequeños que nunca abandonaron mi mente pero que al estar lejos de esa fuente de energía que les alimentaba, aplacaron sus ánimos y se mantuvieron hibernando hasta ahora.

He sido testigo de muchas transformaciones, exteriores e interiores. De esperas desesperadas, de reencuentros inesperados, de sentimientos encontrados y sobre todo, de finales: la mayoría abruptos y muy tristes. Otros más sutiles pero igual o más emotivos. Lo que me queda de estas experiencias es una sensación de fragilidad y mortalidad muy acusada, del desvanecimiento de ese complejo de inmortalidad en el que se nos hace creer que debemos vivir permanentemente. Y en el fondo, una tristeza por lo que ha dejado de ser, por lo que se va, por lo que vuelve transformado, por el miedo, por lo desconocido, por los falsos apegos, por la nostalgia.

Es como si la vida se empeñara en mostrarme que esta dimensión es algo transitorio y pasajero, que no soy este cuerpo, que hay algo más allá, que el apego sólo genera sufrimiento, que es tiempo de liberarse, que los viejos paradigmas ya no sirven y que es hora de inventar nuevos, así el pánico me invada, que es un buen momento para escucharme y hacerme caso, como dice un buen amigo, y que recuerda en cada momento que todo lo que comienza acaba en algún momento, así me empeñe en creer que no es así mirando inocentemente hacia otro lado.

Es curioso: tenía en la cabeza la palabra del título de esta nota hace muchos días, sin embargo algo me había impedido sentarme a plasmar estas ideas de una vez por todas. Algo está ocurriendo y parece que es hora de ir hasta el final del tunel, sin importar mucho lo que suceda alrededor…

Sobre el tiempo

¡Qué título tan ambicioso! En cuanto terminé de escribirlo, me di cuenta de la complejidad de la tarea. De una idea sencilla que me viene dando vueltas en la cabeza desde que volví a “casa” (nótense las comillas), he pasado, casi sin darme cuenta, a tratar de abordar un concepto tan relativo y sin embargo tan presente en la vida de todos y todas los/as que habitamos este planeta.

Una ley invisible y férrea que nos mantiene “ordenados” y “en nuestros cabales”. Más valioso que cualquier papel moneda o metal precioso, aunque su importancia es relativa en todos los casos. Más de una vez me he preguntado qué pasaría si este concepto lineal que tenemos del tiempo no existiera, o si simplemente lo gestionáramos de otra forma. Frases como “se me ha hecho tarde” o “no tengo tiempo” serían simples curiosidades ante la posibilidad de una vida sin prisas ni condicionamientos como la “edad” o la “caducidad” (Tal vez estoy haciendo un uso un tanto abusivo de las comillas, sin embargo, todo tiene una razón de ser, tan sencilla como notable: el lenguaje no alcanza a expresar el verdadero concepto de lo que se quiere transmitir, y hay que reemplazar las emociones puras con palabras que no son más que máscaras grotescas e imperfectas que se acercan vagamente a lo que queremos decir).

Sin embargo, y volviendo al mundo real, aunque somos conscientes de la importancia y el pasar sin cesar del tiempo, a veces ignoramos su valor real y lo invertimos de manera, como decirlo, un tanto irresponsable (desde ciertos puntos de vista, claro), sobre todo cuando se trata de respetar el de los demás. Me explico: una cita a una hora. La persona se prepara, ajusta su agenda y horarios y de repente, la cita prevista ya no existe, porque según el o la interlocutora, hay “cosas más importantes” que han surgido sobre la marcha. La importancia: otro concepto del que podríamos hablar horas y horas.

¿Qué hace una cosa más importante que otra, en términos de tiempo? Es casi un koan. La conclusión que extraigo, viendo el comportamiento de una gran cantidad de gente, es que tenemos muchísimos conceptos distorsionados, aunque se puede ver un patrón: el miedo y el dinero son dos factores que regulan en gran medida, si no en toda, la manera como gestionamos nuestro tiempo. Piénsenlo. Es tan sencillo (y a la vez tan complejo y profundo) como eso. Sólo dos variables que mal gestionadas, dar origen a un caos en el que ya nos hemos acostumbrado a vivir.

Y después de todo esto, qué queda? Simplemente un enojo contenido cuando alguien cancela una cita o simplemente no se presenta, despreciando el tiempo y el esfuerzo de la otra parte…

El mundo al revés (o la falsa seguridad)

Desde que estoy de vuelta, me he vuelto a encontrar con las paranoias típicas que hacen parte de la cotidianidad de la gente de este pintoresco pais: “no salgas de noche”, “no hables por el móvil en la calle”, “desconfía de todo el mundo”, “esa persona parece sospechosa”, etc. La lista es cada vez más larga, y parece que ya se asumió como verdad absoluta que todos y todas las personas que no pertenezcan al círculo más cercano de amigos, conocidos y familia, son criminales y asesinos en potencia dispuestos a todo por quitarnos la vida, la honra y los bienes.

Lo más curioso es que cuando menciono que la raíz del problema está en todos y todas las personas que dicen sentirse “inseguras” o “amenazadas”, los gestos se tuercen, los ojos miran al cielo y las frases como “es que esto no es Europa” o “aquí las cosas son así” abundan y se dirigen a mi como dardos a ver si logran hacerme entrar en razón y sacarme de ese mundo de fantasía en el que creo que se puede vivir si todos y todas ponemos un poco de nuestra parte.

¿A qué me refiero con la raíz del problema? Es muy sencillo. Pongamos un ejemplo simple: los móviles o celulares. La gran mayoría de la gente dice que el 90% de las muertes violentas son causadas por el intento de robarle el teléfono a las personas. Así que hay que tomar todo tipo de precauciones para evitar que esto suceda: esconderlo, no tenerlo, no usar auriculares que nos “delaten”, no hablar por teléfono en la calle, etc. En una frase: “ir por la vida asustado todo el tiempo”. Sin embargo, la pregunta fundamental es: por qué hay tanto interés en estos aparatos? Fácil: por su elevado precio y sobre todo, por el floreciente mercado negro que se nutre de quienes dicen sentirse amenazados/as e inseguros/as. Estos elementos son los que van a comprar lo robado porque es “más barato”, para poder presumir ante sus amigos/as de tener la última tecnología, pagando poco, porque “eso es lo que hacen los inteligentes”.

Estupidez total. Compras robado y te arriesgas a que te maten por quitarte lo que ya le han robado a otro/a. Increíble pero cierto. ¿Qué pasaría si los vendedores de terminales robados no tienen clientes? Básicamente, que se quedan sin negocio. Y si se quedan sin negocio, no hay necesidad de robar, porque NADIE comprará algo que le traerá problemas. ¿Obvio, verdad?

Pues no:  “Yo quiero tener el último modelo de teléfono/tablet/artilugio tecnológico sin pagar esos precios abusivos que cobran”. Esnobismo e ignorancia puras. Si no tienes dinero para permitírtelo, no lo compres. El efecto que causa el comprar robado es inmenso y de impredecibles consecuencias.

Esta situación se extrapola a cualquier tipo de bienes: automóviles y sus accesorios, casas y sus pertenencias, joyas y en general, cualquier objeto que sea susceptible de ser comprado o vendido. Sin embargo, la inercia puede más y se sigue comerciando con la muerte, literalmente, pensando alegremente en lo sagaces e inteligentes que somos por haber conseguido algo “más barato” o “por no haberle pagado tanto a esa multinacional que ya nada en dinero”.

Al final, esta sólo es la punta del iceberg. Mientras se siga tratando a los demás midiéndolos simplemente por cuanto dinero tienen en el bolsillo o en el banco, por su color de piel, por haber nacido en determinadas circunstancias o simplemente, porque son “inferiores” (ni idea por qué), las cosas no tienen pinta de mejorar, y el mundo seguirá funcionando al revés, es decir, una minoría controlando o amedrentando a una mayoría, que se seguirá disculpando con la manida frase de “pero qué puedo hacer yo como persona? Nada!”…