Matando el tiempo (Literalmente)

Una reflexión del maestro Héctor Abad Faciolince sobre la hiperactividad inducida en la que vivimos. Lo ideal sería reflexionar sobre este texto en calma y sin pitos ni luces que interrumpan…

Tenemos tantas cosas para matar el tiempo que ya nunca tenemos tiempos muertos. Yo, como todos, me estoy enloqueciendo.

Yo no soy yo, como usted ya no es usted, o no es usted solamente.

Somos nosotros, más las prótesis a las que vivimos conectados:
aparaticos de bolsillo, objetos inalámbricos, pantallas titilantes, jueguitos, una lista infinita de personas on-line, como felinos al asecho, que interrumpen para lo más anodino, lo más importante o lo más fútil.

Es imposible pasar una hora (otros un minuto) sin controlar dónde está tal, por dónde viene aquel, quién ha escrito o no ha escrito, cómo sigue tal otra, con quién está tal cual. Todo se va  convirtiendo en mensajes breves e instantáneos.

Mis amigos ya no vienen a comer y a conversar a mi casa: vienen a revisar sus correos y a mandarse mensajes mientras fingen que su mente está conmigo.

No, su mente está en todas partes, y una fracción está también aquí, pero en realidad tienen el cerebro dividido en gajos de atención, como si fuera una naranja, y a nadie le dan la fruta entera. No son ellos completos los que me están haciendo una visita o teniendo una conversación seria.

¿Cómo pueden chatear y chuparse un helado al mismo tiempo?

Cada vez noto más, cuando me llaman, que en vista de que estoy mirando al mismo tiempo la pantalla del computador, mi atención es flotante, no del todo presente en la situación, y a duras penas consigo entender lo que me están diciendo.

Cada vez noto más, cuando yo llamo, que a mí también me prestan una atención distante, distraída, de cerebro dividido en varias funciones al tiempo. No hay concentración, no hay secuencias, hay saltos.

Estamos rodeados por mareas de autistas hiperactivos y dispersos. Ya no hay quien crea que alguien está hablando solo o está loco cuando va por la calle hablándole al viento: no, está hablando con alguien a través de un micrófono inalámbrico y un audífono invisible. Ya no hay nefelibatas, ya nadie vive en las nubes: todos están conectados a algo o a alguien todo el tiempo: pasan trotadores conectados al ipod, no dejan de chatear o de mandarse sms.

Antes había casos, cuando el avión aterrizaba, de unos pocos adictos que corrían a fumarse un cigarrillo; ahora nadie parece adicto porque todos lo somos: lo primero que hacemos cuando el avión toca tierra es prender el teléfono. Y hasta hay idiotas que gritan en la cabina: “recuerde que esto que le estoy diciendo es muy delicado y muy confidencial”, pero lo esparcen a los cuatro vientos.

Al montarme al carro pienso en las llamadas que haré para no perder tiempo mientras esté en semáforos largos o en embotellamientos de tráfico. No hay tiempo muerto, no hay un instante para estar ensimismado, para mirar el paisaje, para recoger los pedazos del alma, para armar el rompecabezas de las ocurrencias, para rumiar una frase que se quiere escribir, para pensar en algo que se oyó o que se nos ocurrió, en suma, para aclarar las ideas.

Me atormenta la vida el hecho de pasar el día entero frente a una pantalla (ya muchas menos horas del día las paso frente a las páginas de un libro o frente a la contemplación sedosa y sedentaria de un árbol, un lago o una montaña) salpicando entre temas, con una atención dispersa. Hay quienes dicen que si el cerebro no descansa con una pausa en los estímulos, poco se aprende.

Todos parecemos muchachos con déficit de atención: saltando de una cosa a otra, saltando aquí y allá, enloquecidos. Si alguien mete las patas ya no se da un codazo: se manda un mensajito por el Blackberry.

La televisión ya es un mueble viejo: a nadie se le ocurre pasar el tiempo concentrado en un buen programa. Comparada con las nuevas tecnologías, la televisión parece tan anticuada como un libro encuadernado en pergamino. ¿Qué es una telenovela, comparada con la telenovela real del Facebook o del Twitter? Ya no hacemos casi nada porque nos pasamos el tiempo haciéndolo todo al mismo tiempo y hemos descuidado las verdaderas cosas importantes… Ya no estamos aquí porque nos la pasamos conectados a otra parte, en otro mundo”…

La lógica de las olas

Si bien es cierto que muchas veces se nos ha repetido que la vida es una sucesión de acontecimientos muy similares a las olas del mar, que vienen y van, que llegan en ocasiones con fuerza arrasadora y en otras con tranquilidad y mansedumbre, una cosa es oírlo y otra muy distinta, aplicarlo a la vida diaria.

Fue precisamente lo que me pasó hace poco. Mi mejor amigo y su esposa me regalaron una estancia en un lugar maravilloso de la costa colombiana, donde lo único que hay que hacer es desconectar y dejarse atender, como decimos por aquí. A eso me dediqué durante el tiempo que estuve allí.

Teníamos a nuestra disposición una playa virgen, alejada del mundanal ruido, donde el mar llegaba con bastante fuerza, sin embargo, no con la suficiente como para disuadirme del chapuzón energético respectivo. En una de esas ocasiones, al sumergirme y flotar un rato dejándome llevar por la corriente, quise salir del agua, pero la violencia de las olas no me lo permitía. Cada vez que quería incorporarme, el voluntarioso Caribe se abalanzaba sobre mi como diciéndome “todavía no, o al menos, no de esta forma”. Lo intenté varias veces, todas sin éxito.

En un momento dado, mi cerebro dio un vuelco de 180 grados de manera fugaz y simplemente opté por lo que la lógica indicaba que no era lo más adecuado: en lugar de tratar de salir, me fui de lleno contra las olas, de cabeza contra la masa líquida. Sin pensar.

¿El resultado? En unos segundos estaba fuera del agua. Curiosamente donde estaba nadando, había una franja de pequeñas piedrecillas que lastimaban los pies al entrar y salir del mar. Sin embargo, con la maniobra aparentemente estúpida, floté sobre las piedras y me vi sentado en la arena oscura de la playa sin apenas esfuerzo.

Después de esto, y mientras el sol me calentaba al caminar hacia una tumbona cercana, pensé en lo mucho que se parece esta experiencia a mi vida diaria: luchando y luchando, haciendo lo que aparentemente es lo correcto / necesario / adecuado, para simplemente estrellarme una y otra vez, frustrándome y enfureciéndome en el proceso. La naturaleza, de manera un poco brusca, todo hay que decirlo, me mostró que lo mejor es dejar fluir la vida y así nos parezca totalmente ilógico e irracional, el camino nos llevará donde debemos o más nos conviene estar.

Sobra decir que volveré a seguir aprendiendo…

Dedicación y entrega

El martes estuve dándome una vuelta por Barcelona después de trabajar y terminé (como no) cenando en un restaurante japonés de cuyo nombre no quiero acordarme porque quedé bastante decepcionado con la calidad de la comida. Lo que me llamó mucho la atención, y creo que pagó con creces la Kirin que me bebí (además de unas guiozas medianamente decentes), fue la actitud de uno de los cocineros.

Estoy casi seguro que era japonés, sus facciones y rasgos no eran chinos, que es lo habitual en estos establecimientos, y transmitía un aire de dignidad y tranquilidad enormes mientras hacía su trabajo. El verlo envolver lentamente pero con seguridad y maestría los rollos de nori, el arroz y el atún, sin perder en ningún momento la compostura, me transportó brevemente a las calles de Tokyo, donde este tipo de establecimientos abundan y no han perdido ese “toque artesanal” que los hace entrañables. El producto final era perfecto y bien elaborado. “Un placer al comerlo”, pensé, aunque no pedí en esta ocasión ninguna variedad de sushi.

Comencé a pensar que podría estarle pasando por la cabeza en ese momento. Qué circunstancias extraordinarias le habrían llevado a estar en esa ciudad, tan alejada de su país, preparando comida para transeúntes despistados que poco o nada valorarían su trabajo delicado y preciso. Durante el poco tiempo que estuve allí, no lo vi pronunciar una palabra. Estaba totalmente concentrado en lo que hacía, como si el mundo bullicioso y superficial que le rodeaba simplemente no existiera. Pero aún y todo, hacía gala de una serenidad profunda, cosa poco habitual en un establecimiento del tipo “fast food”, aunque el sitio no era exactamente eso.

“Al final”, pensé luego, “todo es un problema de actitud”. De cómo nos tomemos las cosas y aceptemos la realidad depende el resultado que obtengamos. Hace poco leí un libro que me impresionó, y en un apartado que me gustó particularmente decía: “no te tomes nada a nivel personal”. Creo que era esto precisamente lo que estaba haciendo aquel cocinero asiático en medio de un mundo completamente ajeno. Trabajaba con pasión y sin resentimiento. O como diría Seth Godin, estaba simple y llanamente creando arte. Y lo aplaudo por ello.