Sobre lo innecesario

Últimamente he estado dándole vueltas al concepto de la via natural, o en otras palabras, al hecho de vivir sin llevarnos la contraria. Lo elaboro a continuación.

Hace un par de días comentaba con un conocido sobre la extrema complicación en la que hemos caído de manera inconsciente y casi que deliberada, pensando erróneamente que las máquinas, artilugios y cacharros varios, sin tener en cuenta las casi infinitas formas de (in)comunicación con las que nos han abrumado en los últimos 20 años, habían llegado para finalmente hacer realidad la soñada utopía del ocio permanente, “facilitándonos la vida”, “simplificando las tareas” y todas esas tonterías publicitarias con las que nos vendieron la premisa de que había que integrarlas en la vida para “ser más felices, perder peso y que tu pareja no roncara más”, si me permiten la broma…

Y ha resultado pasando lo contrario, o más bien, lo esperado que nos resistiamos a ver. La tal “descomplicación” se convirtió en una especie de hoguera de las vanidades, donde la tiranía de la presión constante, el infame FOMO (o el miedo a perderse algo) y la ansiedad del status destruyeron los pocos beneficios que habíamos atisbado. Y digo atisbado, porque en realidad nunca se plasmaron en una realidad ventajosa que trajera la tranquilidad que esperábamos y que tanto se esforzaron en vendernos.

Olvidamos lo importante, que es lo más simple: la tranquilidad, la humilde simplicidad de lo cotidiano y rutinario, el arte de conversar y el contentamiento con lo que tenemos enfrente.

Ahora lo que se estila es el correr a todo lado por sistema, mirar el reloj como si tuviéramos siempre algo más importante que hacer, ir a otro lado, sea real o virtualmente, enterarnos de lo último que ocurre así no nos importe lo más mínimo y claro, ignorar al otro por revisar por enésima vez un aparato lleno de ruidos, luces y colores que lo interrumpen todo.

La via natural es un concepto elusivo, que nos hemos empeñado en tergiversar y complicar (como no) para alejarnos de aquello que consideramos primitivo y “propio de la servidumbre”: Dormir cuando se está cansado, comer cuando se tiene hambre, tener un ritmo sosegado que respete los estados del cuerpo, entrar en actividad cuando sale el sol, prepararse para descansar cuando se pone, mantener el cuerpo, la casa y la mente aseadas y en buen estado, ocupar el tiempo sólo cuando es necesario, evitar el gasto innecesario de energía, ser exquisitamente selectivo con el uso de nuestra atención y sobre todo, apreciar el silencio, sin tener la necesidad compulsiva de llenar los espacios cuando no hay nada en ellos.

Suena fácil, sin embargo, nos hemos vuelto expertos en transgredir lo sencillo en aras de lo complicado y superfluo porque “viste más” y nos permite ser más fácilmente aceptados en una sociedad cada vez más corrupta y enferma.

Por último, una idea: a veces nos paralizamos y no nos decidimos a volver al camino fácil por haber invertido tiempo y dinero en objetos o experiencias que nos prometian alegría y felicidad. Lo hecho, hecho está. Y siempre podemos reconducir nuestro vivir si somos conscientes de lo que tal vez hayamos hecho no tan bien.

Endless Distractions

Últimamente he reflexionado (actividad casi que proscrita y condenada al desuso) bastante sobre los múltiples agujeros negros a los que nos vemos expuestos y, de alguna forma, empujados por la adicción artificial a la adrenalina para la que hemos sido paciente y concienzudamente entrenados en los últimos 20 años.

El mantenernos distraidos es la consigna. No poder concentrarse en absolutamente nada que no produzca el “chute” correspondiente fue la orden y lamentablemente, para la gran mayoría de la población, se logró con todo éxito.

El leer un libro tranquilamente, por ejemplo, sin querer salir corriendo a consultar esto o aquello en Internet, que falsamente creemos que “contribuirá” a la experiencia es ahora tan normal como perder horas de sueño por el juego o los videos de moda. Y si a esto añadimos la “portabilidad” de infinidad de aparatos que nos permiten “estar conectados” (o al menos eso fue lo que nos vendieron, bajo la premisa de mantener, cultivar o mejorar las relaciones con otros seres humanos), ya no hay lugares seguros donde podamos estar simplemente en ese momento presente, porque el miedo a perdernos de algo (el famoso FOMO en inglés) nos quita la posibilidad de aquietar la mente y nos deja a merced de los deseos inacabables de ver / escuchar / experimentar / comentar / opinar / disentir y cualquier otra posibilidad derivada de la conexión permanente y casi que obligatoria a la que nos aventuramos cada vez que interactuamos con ciertas tecnologías.

Parece que olvidamos por completo que estos cacharros y sus derivados fueron concebidos para ser una herramienta que se usa y se deja a un lado, como un tenedor o una cuchara, tan pronto como hemos terminado de emplearlas para lo que las necesitamos.

Eso si, si nos atrevemos a sugerir que ese comportamiento es problemático, la “enfermedad” está tan normalizada que lo que seguramente obtendremos es una mirada reprobatoria y un despectivo: “Qué? Qué pasa? Solo me estoy divirtiendo / distrayendo por un rato” o algo del estilo, en el mejor de los casos. Horas y horas que se van a algún lugar donde no se podrán recuperar jamás…

Ya casi todo está contaminado: la música, la televisión y el cine, los libros, las actividades al aire libre, las interacciones con personas… El prescindir de las mediciones / comparaciones / demostraciones es ahora tan raro como pensar que hace tan solo unos pocos años no pensábamos de ninguna manera en mostrar al mundo todas y cada una de nuestras actividades cotidianas para someternos al escrutinio público con alegría y anticipación, incluso si la retroalimentación (como ocurre casi siempre en estos tiempos) es destructiva y tóxica.

Lo más preocupante es lo que se ha dado en llamar la “parálisis del análisis” o en otras palabras, el tener tantas opciones a disposición que es fácil olvidar para qué estamos buscando lo que supuestamente queríamos y acrecentar cada vez más un miedo cerval a equivocarnos si es que no tomamos la decisión correcta “teniendo toda la información disponible”. Y cual es el efecto? Que seguimos buscando, comparando, sopesando y sintiéndonos cada vez más incapaces de elegir una opción ante tanta “variedad”.

En fin. Puede que estas reflexiones sean el producto de la añoranza de tiempos más civilizados, simples y elegantes. Supongo que la belleza de lo cíclico de la existencia es que siempre existe la posibilidad de entrar en razón una y otra vez, si es que logramos librarnos de la vorágine de la contínua estimulación y la promesa de que lo siguiente que consumamos nos tranquilizará sólo por un rato más…