El que espera…

Últimamente, tal vez por efectos del calor canicular del que gozamos por estas épocas, varias reflexiones han vuelto a la palestra, después de estar aparcadas durante algún tiempo por una u otra razón.

Si bien es cierto que los problemas o preocupaciones que aquejan a la mayoría de los humanos son más bien pocos y comunes, he observado que en cada etapa de la vida el color que adquieren se torna un poco distinto y a veces, hasta completamente opuesto al original.

La proverbial inconsistencia humana se hace presente de muchas formas a lo largo de la existencia. Cosas que nos agradaban en grado sumo se convierten en pesadas losas en distintos tramos del camino. Quiero pensar que esto se debe a que, como debería ser lógico (cosa casi imposible, lo sé), vamos adquiriendo más sabiduría y experiencia, las cuales nos permiten evaluar las situaciones que se presentan de otra manera más juiciosa y sosegada.

El asunto es que entramos en una contradicción producto de la comodidad, la inercia o la simple pereza. Así estemos plácidamente instalados en un sillón relleno de cucarachas, a veces puede más la fuerza de la costumbre que el hecho de saber que lo que hacemos es insalubre, inmoral o que no lleva a ninguna parte.

Lo cierto es que con el pasar del tiempo, la molestia se va haciendo cada vez más evidente has que finalmente nos vemos abocados a tomar acción al respecto. Ya ninguna razón es suficiente para justificar determinado comportamiento y lo que es peor, los efectos de lo que estamos haciendo mal empiezan a invadir todos los ámbitos de la vida: la salud, la tranquilidad mental, la capacidad del disfrute y otros tantos.

Curiosamente en estos tiempos del ruido, la estrategia del avestruz es cada vez más socorrida, o lo que es lo mismo, esconder la cabeza a ver si todo se soluciona por arte de magia y así no tener que tomar ninguna solución de la cual arrepentirnos o lo que es peor (según la costumbre vernácula de muchos sitios), no poder culpar a nadie sobre lo que pasó.

De todas maneras, cada cual sabe cuando ha llegado a un límite o línea roja que definitivamente no debe transgredir, si no quiere sufrir consecuencias muy desagradables y sobre todo, evitables. Lo triste es que ahora no sabemos escuchar las señales que nos indican cuando es tiempo de hacer otra cosa o simplemente, de dejar de hacer lo que hemos venido haciendo hasta ahora, eso que tanto nos recomendaron y advirtieron que no podíamos alterar, so pena de invocar la furia universal sobre nuestras cabezas…

Y para terminar, el pensar que tenemos todo “bajo control” y que el siguiente paso está pensado y repensado, es tan estúpido como considerar la posibilidad de que la gran mayoría de la humanidad entre en razón algún día. Siempre habrá riesgos no contemplados, sorpresas agradables y desagradables e imponderables de todo tipo.

Los dejo con una frase de Sam Toperoff, sobre una vida larga e incierta, que creo es un buen colofón para esta reflexión:

“Ignorance is a necessary condition for an adventure and often essential to its success.”

(La ignorancia es una condición necesaria para una aventura y a menudo esencial para que tenga éxito)

La Dernière Fois

A veces olvidamos que cada momento es una última vez, y que no sabemos con certeza si esa ocasión será insignificante o definitiva para lo que viene después. Vamos por la vida a toda velocidad hacia ninguna parte y dejamos de prestar atención a aquello que es importante, sea de la magnitud que sea.

Y tal vez por esto mismo, nos volvemos adictos al logro y al resultado. A conseguir algo en concreto como resultado de nuestros esfuerzos, ignorando convenientemente el hecho de que mucho de lo que hacemos no tiene ningún sentido. Sin embargo, la motivación es precisamente llegar a ese lugar soñado y cuando lo logramos, normalmente nos damos cuenta que el vacío del que huíamos está allí también en todo su esplendor.

Pueda que sea todo esto consecuencia de un hábito adquirido no se sabe cuando ni cómo: la incapacidad manifiesta de detenernos y observar con calma y detenimiento en lo que nos hallamos inmersos. Sin embargo, nos hemos vuelto expertos en suprimir ese instinto de la via natural para posponer un rato más la decepción mayúscula descrita antes.

No hay que tener miedo de asomarse al infinito. Tal vez encontremos algo que no esperamos y que resulte ser justamente lo que estábamos buscando con tanto ahínco tratando de mirar compulsivamente hacia otra parte…