Inercias y Malas Influencias

Después de una temporada relativamente larga en el lugar donde vivo (vivimos), hoy he sabido que es tiempo de moverme (movernos) y buscar un nuevo hogar. Curiosamente la noticia ha causado una reacción que creía superada: un miedo irracional a lo desconocido, recuerdos de situaciones similares en el pasado que no acabaron muy bien, incertidumbres y oscuros futuros. La mente no discrimina entre presente y pasado y simplemente funciona trayendo a colación la información que le parece relevante para una situación parecida, así no tenga ninguna semejanza con sus datos.

Al final de cuentas, el saber y estar convencido de que no hay ninguna causa o consecuencia y que simplemente las cosas suceden espontáneamente, sin karmas o conceptos parecidos, nos permite observar tranquilamente (aunque sé que ningún adjetivo alcanza para describir ese centro en eterna calma) lo que ocurre y simplemente dejar que el cuerpo, eso que no somos, actue en consecuencia.

Y aunque todavía no ha llegado el espacio temporal donde debamos movernos fisicamente, haciendo caso (de manera informal) a Marie Kondo, agradezco de corazón a estas cuatro paredes, a este vecindario con sus altas y bajas (nuevamente haciendo uso de adjetivos innecesarios e incompletos) por lo vivido en este espacio en estos años de permanencia (otra palabra superflua).

Es tiempo de seguir la corriente (como siempre) y simplemente observar como el cuerpo y este mundo ilusorio siguen su curso sin prestar demasiada atención. Sin embargo, de alguna forma, se percibe que es tiempo de irse y mudar de piel, recibiendo lo que venga de la manera mas tranquila y sosegada.

Al final de cuentas, estas experiencias efímeras nos dejan ver una vez más, lo transitorio de este sueño y las veleidades sin fin de la mente, que si es obedecida, hará de la existencia en este plano una experiencia incómoda y desagradable en todo momento…

Finales

Mañana cumplo un año de haber regresado al punto de partida primigenio, de redescubrir una gran cantidad de cosas casi olvidadas, de revivir momentos y sensaciones que estuvieron esperando pacientemente su momento para salir nuevamente a la luz y manifestarse y también de encontrarme nuevamente con fantasmas grandes y pequeños que nunca abandonaron mi mente pero que al estar lejos de esa fuente de energía que les alimentaba, aplacaron sus ánimos y se mantuvieron hibernando hasta ahora.

He sido testigo de muchas transformaciones, exteriores e interiores. De esperas desesperadas, de reencuentros inesperados, de sentimientos encontrados y sobre todo, de finales: la mayoría abruptos y muy tristes. Otros más sutiles pero igual o más emotivos. Lo que me queda de estas experiencias es una sensación de fragilidad y mortalidad muy acusada, del desvanecimiento de ese complejo de inmortalidad en el que se nos hace creer que debemos vivir permanentemente. Y en el fondo, una tristeza por lo que ha dejado de ser, por lo que se va, por lo que vuelve transformado, por el miedo, por lo desconocido, por los falsos apegos, por la nostalgia.

Es como si la vida se empeñara en mostrarme que esta dimensión es algo transitorio y pasajero, que no soy este cuerpo, que hay algo más allá, que el apego sólo genera sufrimiento, que es tiempo de liberarse, que los viejos paradigmas ya no sirven y que es hora de inventar nuevos, así el pánico me invada, que es un buen momento para escucharme y hacerme caso, como dice un buen amigo, y que recuerda en cada momento que todo lo que comienza acaba en algún momento, así me empeñe en creer que no es así mirando inocentemente hacia otro lado.

Es curioso: tenía en la cabeza la palabra del título de esta nota hace muchos días, sin embargo algo me había impedido sentarme a plasmar estas ideas de una vez por todas. Algo está ocurriendo y parece que es hora de ir hasta el final del tunel, sin importar mucho lo que suceda alrededor…

Los dos lobos

Un día
Un anciano le contó a su hijo
sobre la batalla
que tiene lugar dentro de cada persona…

Le dijo: “La batalla se libra entre dos lobos dentro de cada uno de nosotros”

Uno de ellos es el Mal:
La ira, la envidia, la tristeza, los remordimientos, la culpa, las mentiras y el ego.

El otro lobo es el Bien:
La alegría, la paz, el amor, la humildad, la serenidad, la bondad, la fe, la compasión, la esperanza y la verdad.

El hijo le preguntó a su padre: “Y cual lobo gana?”

Y el viejo respondió: “Aquel al que alimentes”

Desde otro lugar

A veces recuerdo a mi padre y a mi abuelo: sus gestos, sus palabras, las cosas que solían hacer o decir. Pienso en los momentos que pasamos juntos, algunos buenos y otros no tanto. La disciplina, los regaños, las risas, los momentos importantes, su legendaria inexpresividad. Los dos se parecían muchísimo e hicieron un pacto.

Cuando pienso en ese acuerdo, no puedo evitar preguntarme si me estarán viendo desde algún sitio, si, como hago yo a veces cuando veo una situación desde otra perspectiva, sabiendo lo que puede pasar y observando al o a la protagonista de turno que sin saberlo, se encamina a un determinado desenlace, se preocuparán o dirán “no!” o “sí!”, o si de alguna manera, con una mano sutil e invisible, me dan de vez en cuando un golpecito en el hombro para que me de cuenta de algo…

La vida sigue. Y aunque ellos ya no estén y sus memorias se vayan desvaneciendo lentamente, los recuerdo a veces, con intensidad y tranquilidad al mismo tiempo, pensando que quizá me observen sin más, y vean como vivo mi vida como espectadores de excepción, como quien ve una película con interés y sin juzgar.

De cuando en cuando acuden flashes a mi memoria de momentos concretos, de situaciones especiales, de tensiones y sonrisas. Y también, aunque rara vez, recuerdo esa llamada a la madrugada para contarme que mi papá ya no estaba más aquí. Y todavía me sigue produciendo una sensación agridulce.

Sin embargo, y curiosamente, ya no me siento solo. Puede que, después de todo, alguien esté acompañándome sin que me de cuenta…