Limited Time

Curiosamente, en estas épocas total y absolutamente impredecibles, el concepto del tiempo ha sufrido cambios dramáticos muy rápidamente. Si antes del “evento” teníamos la (erronea) convicción que la eternidad estaba al alcance de la mano, la vida nos recordó de manera cruda y gráfica que somos fungibles y que cada día que pasa, es un día menos hacia la inevitable y definitiva desaparición del cuerpo.

Y entonces que hacer? Hay varios posibles caminos, para el gusto y preferencia de cada cual. Algunos son partidarios del concepto “Say Yes More”, o simplemente abrirse más a lo que traiga la vida sin pensarlo tanto. Otros eligen la opción de seguir como hasta ahora, algunos más devienen en una locura constante, donde nada tiene sentido y los placeres son la regla absoluta…

Cual es la mejor? Ni idea. Siempre hay alguien que dirá aquello de que en el “justo medio” está la respuesta, sin embargo, muchas veces el usar la inteligencia, esto es, el ejercer de la mejor manera la capacidad de elegir puede ser una buena opción. Actualmente el “miedo a perdernos de algo” nos hace ignorar por completo la perspectiva de la realidad y a usar nuestra ya poca atención en mil cosas que al final no dejan absolutamente nada.

Por mi parte, me inclino más bien hacia usar el tiempo limitado que creo que tengo a mi disposición en aquello que me proporciona solaz y enriquece mi existencia de una manera única y significativa, en lugar de querer “hacer de todo” en el menor tiempo posible. Una de mis frases favoritas es “Date el lujo de escoger”, o en otras palabras: “Prodígate poco”.

Por supuesto, esta es mi solución, que puede no ser adecuada para nadie más, y esa es precisamente la idea…

Matando el tiempo (Literalmente)

Una reflexión del maestro Héctor Abad Faciolince sobre la hiperactividad inducida en la que vivimos. Lo ideal sería reflexionar sobre este texto en calma y sin pitos ni luces que interrumpan…

Tenemos tantas cosas para matar el tiempo que ya nunca tenemos tiempos muertos. Yo, como todos, me estoy enloqueciendo.

Yo no soy yo, como usted ya no es usted, o no es usted solamente.

Somos nosotros, más las prótesis a las que vivimos conectados:
aparaticos de bolsillo, objetos inalámbricos, pantallas titilantes, jueguitos, una lista infinita de personas on-line, como felinos al asecho, que interrumpen para lo más anodino, lo más importante o lo más fútil.

Es imposible pasar una hora (otros un minuto) sin controlar dónde está tal, por dónde viene aquel, quién ha escrito o no ha escrito, cómo sigue tal otra, con quién está tal cual. Todo se va  convirtiendo en mensajes breves e instantáneos.

Mis amigos ya no vienen a comer y a conversar a mi casa: vienen a revisar sus correos y a mandarse mensajes mientras fingen que su mente está conmigo.

No, su mente está en todas partes, y una fracción está también aquí, pero en realidad tienen el cerebro dividido en gajos de atención, como si fuera una naranja, y a nadie le dan la fruta entera. No son ellos completos los que me están haciendo una visita o teniendo una conversación seria.

¿Cómo pueden chatear y chuparse un helado al mismo tiempo?

Cada vez noto más, cuando me llaman, que en vista de que estoy mirando al mismo tiempo la pantalla del computador, mi atención es flotante, no del todo presente en la situación, y a duras penas consigo entender lo que me están diciendo.

Cada vez noto más, cuando yo llamo, que a mí también me prestan una atención distante, distraída, de cerebro dividido en varias funciones al tiempo. No hay concentración, no hay secuencias, hay saltos.

Estamos rodeados por mareas de autistas hiperactivos y dispersos. Ya no hay quien crea que alguien está hablando solo o está loco cuando va por la calle hablándole al viento: no, está hablando con alguien a través de un micrófono inalámbrico y un audífono invisible. Ya no hay nefelibatas, ya nadie vive en las nubes: todos están conectados a algo o a alguien todo el tiempo: pasan trotadores conectados al ipod, no dejan de chatear o de mandarse sms.

Antes había casos, cuando el avión aterrizaba, de unos pocos adictos que corrían a fumarse un cigarrillo; ahora nadie parece adicto porque todos lo somos: lo primero que hacemos cuando el avión toca tierra es prender el teléfono. Y hasta hay idiotas que gritan en la cabina: “recuerde que esto que le estoy diciendo es muy delicado y muy confidencial”, pero lo esparcen a los cuatro vientos.

Al montarme al carro pienso en las llamadas que haré para no perder tiempo mientras esté en semáforos largos o en embotellamientos de tráfico. No hay tiempo muerto, no hay un instante para estar ensimismado, para mirar el paisaje, para recoger los pedazos del alma, para armar el rompecabezas de las ocurrencias, para rumiar una frase que se quiere escribir, para pensar en algo que se oyó o que se nos ocurrió, en suma, para aclarar las ideas.

Me atormenta la vida el hecho de pasar el día entero frente a una pantalla (ya muchas menos horas del día las paso frente a las páginas de un libro o frente a la contemplación sedosa y sedentaria de un árbol, un lago o una montaña) salpicando entre temas, con una atención dispersa. Hay quienes dicen que si el cerebro no descansa con una pausa en los estímulos, poco se aprende.

Todos parecemos muchachos con déficit de atención: saltando de una cosa a otra, saltando aquí y allá, enloquecidos. Si alguien mete las patas ya no se da un codazo: se manda un mensajito por el Blackberry.

La televisión ya es un mueble viejo: a nadie se le ocurre pasar el tiempo concentrado en un buen programa. Comparada con las nuevas tecnologías, la televisión parece tan anticuada como un libro encuadernado en pergamino. ¿Qué es una telenovela, comparada con la telenovela real del Facebook o del Twitter? Ya no hacemos casi nada porque nos pasamos el tiempo haciéndolo todo al mismo tiempo y hemos descuidado las verdaderas cosas importantes… Ya no estamos aquí porque nos la pasamos conectados a otra parte, en otro mundo”…