Transitoriedades

Cada vez más se le da una importancia descomunal a aquello que por su propia naturaleza es fugaz o banal. La apariencia es más relevante que lo que hay detrás. Nos empeñamos cada vez más en ver lo que no existe y en ignorar lo real y evidente. Pongamos un ejemplo simple: el afán sin control de “producir”, “cumplir” o “quedar bien” hace que olvidemos comer, dormir, desconectar y hasta el sencillo hecho de percibir que estamos vivos. Y luego, cuando vienen los efectos derivados de tamaña imprudencia, se buscan soluciones a la desesperada para seguir con este ritmo demencial que no lleva a ninguna parte pero que nos convierte a los ojos de los demás, en “responsables” y “buenas personas para la sociedad”.

No quería traer a colación el manido ejemplo del enfermo que se arrastra al trabajo para que no lo despidan o simplemente para “hacer méritos” (que no se sabe muy bien qué son o para qué sirven), sin embargo, tuve un caso muy cercano hace pocos días que me recordó una vez más que estas cosas pasan con más frecuencia de lo que imaginamos. Y para qué, pregunto yo? Para que repentinamente se nos comunique que ya no somos necesarios, que nuestro puesto de trabajo fue amortizado / eliminado / fusionado o cualquier otra pomposa estupidez que describa vagamente el simple hecho que somos un número más y que ya no aportamos nada, a ojos de alguna otra persona que a su vez también será desechada tarde o temprano.

Sin embargo, el ciclo se repite indefinidamente. El hecho de darse cuenta que hay algo que no funciona y que el perjuicio causado es enorme y en ocasiones, hasta letal, no es suficiente para analizar juiciosamente lo que sea que esté ocurriendo y ver qué se necesita para cambiar la situación. Es preferible, según nuestros modernos estándares, el sacrificar la salud, la tranquilidad y hasta la existencia por seguir tozudamente asidos al vicio, la inercia o el miedo de las apariencias (concepto este que da para escribir ad infinitum) que tener los arrestos y dedicar la atención necesaria (otro bien cada vez más escaso en nuestro distópico presente) para enfrentar lo que sea que nos está matando lentamente y renunciar a ello resueltamente y sin mirar atrás, sea lo que sea, así lo consideremos un pilar fundamental, inamovible e intocable de la (miserable, aunque nos parezca otra cosa) existencia que llevamos.

No olvidemos que, a pesar de aquello que nos han metido de manera tan eficiente en la cabeza por años y años, todas las ideas y pensamientos son falsos y fugaces. La realidad es la que es, más allá del edulcoramiento o amargor que nuestros sentidos y conceptos quieran imprimirle. En pocas palabras, las cosas son como son y no como nosotros las imaginamos o queremos que sean. Y otra vez citando a mi papá, por más conocimientos y experiencias inútiles que acumulemos para presumir de ellas, sin que nos sirvan para nada en concreto, no hay que ignorar en ningún momento que la naturaleza siempre gana, nos guste o no…

Memento Mori

Retomando viejos temas, últimamente la vida me ha traido espejos e imágenes de su fragilidad y me ha recordado, una vez más, que todo tiene un comienzo y un final, sea “bueno” o “malo” según el punto de vista que más nos atraiga.

Lo cierto es que no somos eternos ni indestructibles, y por más que hagamos esto y aquello para “mejorar” nuestra calidad de vida, inevitablemente alcanzaremos nuestra fecha de caducidad en algún momento y tendremos que enfrentarnos, queramos o no, a la decadencia y al hecho de dejar esta experiencia sensorial tal como la conocemos.

Puede ser que suene algo lapidario, sin embargo, la idea principal de esta reflexión es la de no tomarnos nada tan en serio y evitar en lo posible las distracciones innecesarias que quieren hacer del “tener” y el “hacer” algo más importante, vana ilusión, que el Ser, que es el estado natural y a lo que vinimos realmente aquí…