Altas y bajas

Hay días en los que estoy completamente vital y lleno de energía. Son momentos para adelantar trabajo, para poner al día temas y para emprender proyectos. Sin embargo, normalmente después de esos momentos de intensa actividad, suelen venir horas de cansancio crónico, desánimo y ganas de no hacer nada. Al principio me molestaban estos ritmos, la incapacidad de poder concentrarme por largos periodos de tiempo y el no poder ser “productivo” continuamente. Sin embargo, al ver que este comportamiento no traía nada positivo a mi vida, decidí aceptar las cosas como son.

Tal vez alguno pensará que es una política simplista, que es necesario mejorar a toda costa. Sin embargo, creo firmemente que el primer paso para lograr algún cambio es aceptar y poder ver la situación tal como es, no como queremos que sea o lo que es más grave, tratar de llegar al objetivo sin detenernos a considerar desde donde partimos.

Es un proceso largo y laborioso, que en estas épocas de prisa omnipresente, puede que desanime a más de uno. Es en estos momentos cuando recuerdo las palabras de mi padre cuando describía el esfuerzo y la constancia: si algo vale la pena, hay que trabajar para conseguirlo. Con paciencia y sobre todo, mucha compasión hacia nosotros mismos es posible lograr cuanto queremos.

Por último, este ejercicio de paciencia y persistencia tiene un “bonus” adicional: el otro día al volver a ver la película “Zen”, escuchaba al actor que interpretaba a Dogen diciendo: “la mente humana es inquieta: quiere esto y lo otro, y así sólo consigue frustrarse”. Si puedo mantener la concentración y el interés en un asunto o actividad en particular, significa que mi mente va calmándose y lo mejor, que aquello en lo que me estoy concentrando realmente vale la pena.

Dedicación y entrega

El martes estuve dándome una vuelta por Barcelona después de trabajar y terminé (como no) cenando en un restaurante japonés de cuyo nombre no quiero acordarme porque quedé bastante decepcionado con la calidad de la comida. Lo que me llamó mucho la atención, y creo que pagó con creces la Kirin que me bebí (además de unas guiozas medianamente decentes), fue la actitud de uno de los cocineros.

Estoy casi seguro que era japonés, sus facciones y rasgos no eran chinos, que es lo habitual en estos establecimientos, y transmitía un aire de dignidad y tranquilidad enormes mientras hacía su trabajo. El verlo envolver lentamente pero con seguridad y maestría los rollos de nori, el arroz y el atún, sin perder en ningún momento la compostura, me transportó brevemente a las calles de Tokyo, donde este tipo de establecimientos abundan y no han perdido ese “toque artesanal” que los hace entrañables. El producto final era perfecto y bien elaborado. “Un placer al comerlo”, pensé, aunque no pedí en esta ocasión ninguna variedad de sushi.

Comencé a pensar que podría estarle pasando por la cabeza en ese momento. Qué circunstancias extraordinarias le habrían llevado a estar en esa ciudad, tan alejada de su país, preparando comida para transeúntes despistados que poco o nada valorarían su trabajo delicado y preciso. Durante el poco tiempo que estuve allí, no lo vi pronunciar una palabra. Estaba totalmente concentrado en lo que hacía, como si el mundo bullicioso y superficial que le rodeaba simplemente no existiera. Pero aún y todo, hacía gala de una serenidad profunda, cosa poco habitual en un establecimiento del tipo “fast food”, aunque el sitio no era exactamente eso.

“Al final”, pensé luego, “todo es un problema de actitud”. De cómo nos tomemos las cosas y aceptemos la realidad depende el resultado que obtengamos. Hace poco leí un libro que me impresionó, y en un apartado que me gustó particularmente decía: “no te tomes nada a nivel personal”. Creo que era esto precisamente lo que estaba haciendo aquel cocinero asiático en medio de un mundo completamente ajeno. Trabajaba con pasión y sin resentimiento. O como diría Seth Godin, estaba simple y llanamente creando arte. Y lo aplaudo por ello.